Portugal: Huellas del Imperio

EN MI RECIENTE VISITA A EUROPA, PORTUGAL FUE EL PRIMER PAÍS QUE VISITÉ. HE AQUÍ MIS EXPERIENCIAS.
Kansas City, donde vivo, es una ciudad no muy grande, sin metro. Mi primera experiencia en un tren metropolitano, fue en Portugal. Desde el aeropuerto de Lisboa hasta Amadora, donde conseguimos hospedaje, nos desplazamos en el metro y en el tren urbano, un trayecto largo, barato y con cortas esperas. Amadora es una ciudad suburbana de la capital portuguesa, con una población que ronda las 180 mil personas, alojadas en edificios multifamiliares, originarias de todas partes y practicantes de diferentes religiones. En sus calles, parques, restaurantes, trenes y ubers nos cruzamos con africanos, asiáticos, brasileños, cristianos, musulmanes, budistas…
Portugal tiene fama de ser seguro y pacífico, con personas amables y serviciales, algo que pude corroborar. Muchos hablan el español y si no, se abren a la comunicación con facilidad. El intercambio usando los dos principales idiomas de la Península Ibérica no es complicado. Creo que fue García Márquez quien dijo que el portugués es el español deshuesado. Incluso, algunos que se comunican en inglés por ser extranjeros y no hablar aún la lengua local, tienen una gran disposición para conversar con el visitante.
La nación es famosa, asimismo, por sus playas. Visitamos Cascais, una zona que atrae a turistas de todo el mundo. En el candente verano de 2022 esa era una opción obligada. Los bomberos portugueses no tenían descanso con el fuego que destruía bosques y amenazaba poblaciones, los medios emitían alertas. Mientras tanto, miles disfrutábamos de las frías aguas del Océano Atlántico, del sol, de la brisa marina, y de los exquisitos platos y bebidas que sirven en los numerosos restaurantes frente al inmenso azul. Sentado bajo una sombrilla roja saboreé el primer gazpacho de mi vida, pescado fresco, una crema catalana y un oporto dulce que no puedo olvidar. También “piqué” una gigantesca sardina, plato representativo del país.
Pero esa no fue mi primera comida en Portugal. El mismo día que llegamos, luego de darnos un baño y descansar, encontramos un pequeño restaurante en una céntrica y bulliciosa calle de Amadora, donde degusté un sabroso asado. Salimos con olor a humo, la parrilla estaba en una esquina del estrecho lugar, y con un poco de zozobra pues no traíamos muchos euros, y no aceptaban tarjetas de crédito ni dólares. Luego descubrimos un cajero automático no lejos.
Amadora está dividida por las líneas del ferrocarril. El área donde estábamos hospedados era silenciosa, apacible y pulcra. La otra, un poco más convulsa, con muchas personas en la calle, sentadas en las esquinas y en el parque. Pero en el anochecer del domingo, ambas partes se sumieron en la estremecedora tranquilidad de los lugares donde no hay nada que hacer. A esa hora solo encontramos abierto un minúsculo restaurante de un pakistaní, a quien un rato antes habíamos visto peleando frente a su negocio con su presunta esposa.
Explorando el vecindario, entramos a la librería de libros viejos y de uso de una angolana blanca, quien al saber de nuestro origen recordó la época de la intervención cubana en la guerra de su país. Ciertamente, toda la historia de gloria que nos hicieron creer en Cuba sobre la participación en esa contienda, es pura mentira. Nuestra anfitriona nos describió muchos de los desmanes cometidos por los caribeños en Angola, donde hasta robaron el mármol de los cementerios, según nos comentó.
Lisboa es una impresionante urbe, testigo de la gloria que vivió el otrora Imperio Portugués. La ampulosidad y fuerte estructura de sus edificaciones transmiten un mensaje de riqueza y autoridad. Recorrimos la parte antigua en unos transportes motorizados conducidos por guías independientes que conocen muy bien la historia, los pasadizos y los sitios de mayor interés, por un precio módico. El tour nos tomó una hora y media, lo que de entrada explica mi frustración: he de volver a esa ciudad, he de andarla a mi ritmo, he de satisfacer mi interés por tantas cosas que apenas vi de pasada. ¡He de ir a la parte más moderna!
Mi locuaz chofer-guía le dio color al recorrido. Se llama Maher Zareh, es hijo de un egipcio musulmán y de una portuguesa católica, y aunque dice no practicar ninguna religión, hace gala de una filosofía donde mezcla elementos de los diferentes sistemas de creencias monoteístas, ¿herencia de sus progenitores? Mientras ascendíamos a la parte más alta de la ciudad, de monumento en monumento y de mirador en mirador, desde donde se observan los techos de tejas rojas de Lisboa, supe de la vida personal y de negocios de este hombre que ama ser lisboeta y compartir la historia y las leyendas locales. Incluso, me enseñó una casa donde vivió durante su niñez, dijo.
La parte antigua de Lisboa está poblada de templos católicos, los cuales siguen prestando sus acostumbrados servicios, al tiempo que son puntos de referencia para el turismo. En el interior de estos vetustos edificios encontramos muchos de los murales de azulejos que dan fama a la ciudad, aunque igualmente pueden verse decorando los exteriores de cualquier edificación, no importa la función o el uso de estas. La lectura de una crónica sobre los azulejos de Lisboa, realizada hace muchos años, cuyo autor no recuerdo, era una de las referencias más precisas que tenía acerca de por qué debía visitar la capital lusa.
Muy cerca de la Catedral de Lisboa, subiendo un poco más la colina, se encuentran las ruinas de un teatro romano, que data de la época del emperador Augusto (27 a.C.-14 d.C.), abierto al público desde 2001. Y tampoco lejos, se localiza el Panteón Nacional, originalmente Iglesia de Santa Engracia, donde descansan los restos de algunas importantes personalidades locales, como los presidentes Manuel de Arriaga y Sidónio Pais, los escritores Almeida Garrett y João de Deus, y el futbolista Eusebio da Silva Ferreira.
Descendiendo a la parte baja de la ciudad, vi de paso estrechas y sinuosas calles escoltadas por altas paredes, donde quizá hubiera logrado fotografías de concurso. Por frente a la casa de Saramago pasamos a toda velocidad, el tour se terminaba. En un restaurante recomendado por los guías-choferes, nos obsequiaron tragos de oporto en un intento de hacernos olvidar el mal servicio que nos ofrecieron. Una camarera nepalesa, quien según nos dijo había llegado hacía poco al país, se deshizo en disculpas y nos pidió no dar malas referencias de ella para no perder el trabajo. No obstante, el maltrato no fue de parte suya, sino del cocinero que se demoró en elaborar algunos platos y, además, no fueron de nuestro agrado.
En pequeñas tiendas manejadas por bangladesíes, compramos souvenirs y agua. Uno de ellos me comentó que en la ciudad ese comercio es dominado por sus coterráneos. Una tienda de sardinas, con cientos de latas primorosamente organizadas, era atendida por un portugués. Ya sin guías y caminando “a la deriva”, llegamos a la Plaza del Comercio, un impresionante lugar frente al río Tajo. Según la historia, allí estuvo emplazado el Palacio Real, el cual fue destruido en 1775 por un terremoto. La explanada tiene forma de U, con edificios a los alrededores, una estatua ecuestre del rey José I en el centro, y el imponente Arco Triunfal de la Rua Augusta. Todavía se conserva la escalinata que usaban los monarcas para acceder a la vía fluvial, por la cual navegan hoy día embarcaciones de turismo.
Ya era tarde y casi nos despedíamos de Lisboa. A esa hora la carga de mi teléfono se había agotado y me sentía abrumado por no poder tomar fotografías. Desde la mañana, cuando visitamos la Torre de Belem, no había parado de usar la cámara. Por cierto, esa fortaleza, construida a principios del siglo XVI, en la desembocadura del río Tajo, es otro de los sitios que no pueden obviarse en una visita a Portugal. Que haya permanecido incólume a través de las centurias, impresiona tanto como la solidez de su estructura arquitectónica, su ornamentación (la piedra parece encajes en los balcones y barandales), y la belleza del área donde se encuentra emplazada. No en balde es uno de los símbolos lisboetas.
A la mañana siguiente dijimos adiós a Portugal y tomamos rumbo a Barcelona. Yo vestía una camiseta (pulóver, playera) negra con un Gallo de Barcelos en el pecho, protagonista de una famosa leyenda de la época de los cruzados, que ha trascendido como emblema de la valentía y la justicia de los portugueses.
(CONTINUARÁ)

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