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MI PRIMERA VEZ EN ÁFRICA: GAMBIA

EL PEQUEÑO PAÍS DE LA COSTA OCCIDENTAL AFRICANA, FUE MI DESTINO ESTE VERANO, Y ME ENCONTRÉ CON UNA NACIÓN VIBRANTE Y LLENA DE CONTRASTES.
Visitar África no era mi prioridad, otros destinos suelen serme más tentadores y estar más relacionados con mis intereses de conocimiento. Pero sin proponérmelo, el 2025 ha devenido el año de la familia. Primero visité a los míos en Cuba, en abril. Un viaje amargo por las infaustas condiciones que se viven allá. Ni la alegría de compartir con mi anciana madre y demás miembros del clan que permanecen en la Isla, logró espantar la depresión feroz que me atacó y me hizo sentir interminables las dos semanas entre ellos. La oscuridad cubana es más espiritual que física. Ese es el gran éxito de la dictadura: hundir al país en una noche profunda e indescriptiblemente agobiante. Y parte de ello es la consciente división de las familias: nos echaron fuera. Los cubanos andamos dispersos por todos lados. Y a Gambia, el primer país africano que visito, me llevó la familia. Allí nació la más joven de nosotros y yo fui el primer Pérez que tuvo la oportunidad de mimarla y darle el cariño que ni siquiera los abuelos han podido. Se dice con alegría, pero descubre el talón de Aquiles de los emigrados: lejos de los seres amados, muchas veces sin nadie que les ayude en sus momentos de dificultad, fingiendo siempre que todo les va bien para que los demás no se preocupen. Ese es el sino que nos han impuesto. Pero, como dicen: “si te lanzan un limón, haz limonada”, nos bebemos nuestra limonada con gusto; pues a pesar de todo, aún en uno de los países más pobres del mundo, tenemos la capacidad de levantarnos y vivir con la dignidad que nos niegan en nuestra tierra.
A Gambia le llaman “The Smiling Coast of Africa” (la costa sonriente) por su sinuosa forma a lo Mona Lisa, en el occidente africano, frente al océano Atlántico, alrededor del río de igual nombre. En realidad, es un estrecho pedazo de tierra dentro de Senegal, de unos 480 kilómetros de largo, y entre 24 y 50 de ancho. Según datos del año pasado, su población es de unos 2,8 millones, y está conformada por varios grupos étnicos con sus respectivos idiomas, aunque los de mayor predominio son los mandingas y los fulas. Y como fue colonia de Reino Unido y forma parte de la Commonwealth, también es corriente la comunicación en inglés. En el puesto 174 de 193 países, de acuerdo con el Informe del Indice de Desarrollo Humano 2023, publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la historia de esta pobre nación está estrechamente vinculada con el mercado de esclavos, entre los siglos XV y XIX. Su posición geográfica y la facilidad de navegación del río, fueron aprovechados por los esclavistas africanos y europeos para cazar y vender hombres y mujeres, llevados luego al continente americano y el Caribe. El mercado más floreciente estuvo localizado en James Island, hoy Kunta Kinteh Island, un islote en medio de la corriente fluvial, declarado Patrimonio de la Humanidad, que le debe su actual nombre al antepasado gambiano del escritor norteamericano Alex Haley, quien luego de una rigurosa investigación de su árbol genealógico, publicó en 1976 el libro “Raíces”, llevado a la televisión y al cine.
Los viajes de ida y vuelta fueron de 24 horas cada uno, bastante agotadores, pero me reconforta haberlos hecho. Compré los pasajes con CheapOair, una agencia que había utilizado años anteriores, y que me ofreció itinerarios aceptables con las aerolíneas United y Brussels: Kansas City-Chicago-Bruselas-Dakar-Banjul, para allá, y en el retorno Banjul-Bruselas-Chicago-Kansas City. No encontré ninguna opción para ir de América a África directamente, pero debe haberla. Asumí sobrevolar el Atlántico como una rutina, fue de noche y aproveché para ver la película “Cónclave” (2024), de Edwar Berger, con Ralph Fiennes, y el show de cocina “Chopped”. Pero no resultó igual ir de Bruselas a Banjul. Este tramo fue de día, sentado al lado de una ventana, disfrutando de unas vistas espectaculares. Lo primero que me impresionó fue volar por encima de Bélgica, Francia y España. Al salir de Bruselas, el avión toma la ruta suroeste y atraviesa estos países, permitiendo observar hermosos paisajes. Al regreso, pude ver las luces del Madrid nocturno y sentí vivos deseos de estar allí. El paso de Europa a África es breve y la aeronave comienza a bordear desde el aire la costa occidental africana: a un lado el inmenso desierto del Sahara y al otro el vasto océano Atlántico. No encuentro una expresión exacta para describir tanta hermosura: el azul profundo y el pardo claro ofrecen un contraste inigualable. La línea costera, golpeada por el oleaje impetuoso, está recortada exactamente como la dibujan los mapas. El Sahara ocupa cerca del 25 por ciento del continente. Sus arenas llegan casi hasta Dakar, la capital de Senegal, en cuyas inmediaciones es que comienza a verse el verde de la vegetación y el rojo de la tierra, otro contraste impresionante. El desierto me compungió: ¿Cómo es posible tanta aridez? ¿Cómo hay seres que sobreviven en esas condiciones? De día una capa de polvo impide ver las ciudades abajo, de noche sobresalen algunas luces opacas.
Sí en verdad los aeropuertos son la carta de presentación de un país, el de Banjul lo es al pie de la letra. El edifico es pequeño y vistoso, pero el recibimiento un tanto desordenado. Aunque está diseñado para que no sea así, los extranjeros y los nacionales hacen la misma fila, con ventaja para estos últimos que tienen amistades entre los oficiales y pueden hacer el proceso más rápido. El calor, el bullicio y el fuerte olor a sudor, me hicieron poner los pies sobre la tierra, literalmente. Cuando salí de la instalación ya había pagado 150 dólares: 20 de impuesto aeroportuario, 120 por la visa de turista, y 10 a alguien que “me ayudó” a recoger mi pequeño equipaje. La impresión inicial fue confirmada durante los 11 días de estancia. Se trata de un país muy pobre que intenta salir de la paupérrima situación en que ha sido sumido por gobiernos abusivos y corruptos, entre los que se cuentan los 22 años de dictadura (1994-2017), de Yahya Jammeh, a quien muchos todavia veneran, y que secuestró la democracia con un golpe de estado. Este, por cierto, era muy amigo de los dictadores cubanos, de quienes recibía apoyo de todo tipo. Una carretera de unos 22 kilómetros enlaza el aeropuerto de Banjul, situado en la zona de Yundum, con la costa atlántica, donde se encuentra el area turística, facilitando el tráfico y conectando muchos otros suburbios de la ciudad principal, y hacia donde se ve el impetu constructivo y el crecimiento de la infraestructura del país. El Bertil Harding Highway o Expressway, fue financiado y construido por China. Me contaron mis anfitriones que hace apenas tres o cuatro años atrás, esa era una vía de tierra roja de difícil tránsito. Pero hoy permite ir de un lado a otro con mucha facilidad. En esta parte, ya sea a los bordes de la autopista o hacia el interior de las calles sin asfaltar y llenas de baches, donde en tiempo de seca el viento arrastra una polvadera roja y en la época de lluvia todo es charcos y barro rojizo, hay muchas edificaciones en proceso constructivo, así como suntuosos hoteles, restaurantes, mercados bien surtidos con productos de importación, compañías internacionales, y mansiones con altos muros que permiten ver solamente los pisos superiores. Precisamente, a la vera del expressway se encuentra el Sir Dawda Kairaba Jawara International Center, más conocido como OIC Conference Center, construido también por los chinos, y que albergó la XV Cumbre de la Organización de Cooperación Islámica (OIC), programada en principio para el 2020 y que al final tuvo lugar en mayo de 2024.
La capital se encuentra en la Isla de Saint Mary o Isla de Banjul, localizada donde el río y el océano se besan. Esta tiene una única y estrecha entrada terrestre, controlada por los militares. Se cuenta que cuando el dictador Jammeh iba a ser destituido, se atrincheró en la ciudad y cerró el acceso con fuerzas leales, haciendo más difícil su expulsión de la presidencia, la cual había perdido en las elecciones de diciembre de 2016. En el pequeño y semiabandonado museo del arco que da la bienvenida a la urbe, hay imágenes de la familia real británica en sus visitas anuales, así como del dictador y de las atrocidades que cometió contra sus opositores. Banjul parece más una urbanización de provincias que una capital. No obstante, tiene su gracia. Desde allí se dirige la nación. Las calles están asfaltadas, algunas limpias y otras sucias, con señalizaciones y aceras, a diferencia de las otras áreas que tuve la oportunidad de visitar. El Royal Albert Market es pintoresco y deprimente: un sinnúmero de puestos de ventas de todo -desde ropas a comestibles, artesanías, electrónicos, y lo que una persona de bajos recursos pueda necesitar- se apiñan uno al lado del otro, y un nauseabundo olor a fosa séptica corta la respiración. En una de las entradas de este mercado vi en persona, por primera vez en mi vida, un baobab. Y en una de las tiendas abarrotadas de la acera opuesta, escogí una hermosa camisa africana, hecha en Turquía y de la marca Black Man. En el Mercado Americano, situado un poco más allá, compré los mismos paquetes de café Bustelo que consumo en los Estados Unidos. No muy lejos está la terminal del ferri. Mi paso por allí coincidió con la llegada de este. Una buliiciosa y agitada muchedumbre con maletas, bolsas y animales desembarcó. Procedían de asentamientos del interior cuya vía de transporte y comunicación es el río. Taxistas gritaban a viva voz el nombre de otros pueblos: el destino de muchos no era la ciudad, sino que seguirían su camino hacia lugares del interior. La vida en las aldeas es más difícil que en la capital y sus suburbios. Eso lo vi en Tanji, un pueblo pesquero a unos 30 kilómetros de Banjul. Una inmensa multitud espera en la playa la llegada de los pescadores y allí mismo se establece el comercio. Las embarcaciones son de poco calado, muchos usan botes decorados hermosamente, pero que me parecieron demasiado frágiles para aventurarse en el océano. Entre la playa y la carretera, hay una línea de casuchas apiñadas, que hacen las veces de viviendas, tiendas, cafeterías, cocinas colectivas, etc., y todo envuelto en olores que van desde el del pescado fresco al del ya descompuesto y al de las aguas albañales. De hecho, antes de entrar a la aldea esa mezcla golpea sin escrúpulos el olfato a manera de bienvenida.
La gastronomía gambiana es deliciosa. Platos típicos como el Benachin y el Domoda, pescados y mariscos, y diferentes tipos de carnes, con énfasis en la de res, el cordero y el pollo, son servidos con exquisitez en los restaurantes, muchos de los cuales están situados frente a la hermosa playa de arena rubia, o como balcones frente al imponente Atlántico. También es posible disfrutar la cocina internacional en lugares como The Winery, en la zona turística de Senegambia, un acogedor restaurante y bar que sirve la sabrosa comida ibérica y vinos, en un ambiente tan agradable que hace difícil la despedida e invita al regreso. Adrián, su dueño, es un empresario español que decidió asentarse en Gambia hace algunos años y lleva su negocio con éxito. El Benachin no lo comí en un restaurante, sino hecho por una ama de casa que le da brillo a la tradición culinaria local. Y quedé enamorado de los jugos de baobab y de wonju (conocido en América como flor de Jamaica), populares y nutritivos.
Aunque Gambia es uno de los países africanos con mayor tasa de emigración, se ha convertido en el destino definitivo o temporal para ciudadanos de naciones como Líbano, Siria, Cuba, Sierra Leona, Paquistán, India e, incluso, Turquía. Algunos escapan de las guerras interminables, otros de la pobreza extrema, y unos cuantos van en busca de oportunidades comerciales. Los cubanos son, en su mayoría, personal de salud que ha conseguido contratos independientes; a pesar de que allí trabaja una brigada médica, víctima de los convenios que dan ventaja al gobierno dictatorial y a sus funcionarios corruptos, en detrimento de los médicos, enfermeras y técnicos.
El gambiano es, en general, noble y respetuoso. Entre el 90 y 95 por ciento de la población es musulmana, el país está repleto de mezquitas, las escuelas enseñan el Corán. Los cristianos representan una minoría, se pueden ver algunas iglesias y, aunque no muchas, también hay escuelas cristianas. Unos y otros se distinguen en la forma de vestir, especialmente las mujeres. En Gambia se practica la tolerancia religiosa; o, por lo menos, hasta el presente no se han reportado ataques a personas o comunidades motivados por sus creencias, como es frecuente en varios países africanos. El país está afectado por un alto desempleo y un bajo nivel educacional, lo que no quiere decir que no haya profesionales formados, incluso, en universidades europeas. Como mismo se pueden ver grupos de hombres jóvenes y robustos sentados en las esquinas, degustando el té y compartiendo como si no existiera un mañana; se ven mujeres en los puestos de frutas o con cestas en las cabezas y los niños a la espalda, buscando el sustento. Es contrastante el ambiente caótico de las calles polvorientas y repletas de personas sudorosas y agitadas, con el interior de los mercados, restaurantes, tiendas, hoteles y cafés, extremadamente limpios y con personal de servicio pulcro, bien vestido, amable y calmado. Da la impresión que el gambiano es poco creativo y sin iniciativas; sin embargo, muchos son propietarios de negocios destinados a ser exitosos, como el Kairo Cafe, en el área de Bakau, cuyo fundador llamado Pah, se inspiró en lo que aprendió durante sus años de trabajo en Estambul. O como el Solomon’s Beach Bar & Restaurant, en Kololi, donde comí el butter fish (pez mantequilla), de exquisita masa blanca, horneado con cebollas y papas, un plato local.
Siento mucha compasión por ese pedazo de tierra. Me duele ver cómo el desespero por escapar de la pobreza, hace que el gobierno lo entregue en manos extranjeras abusivas como las de China, que ayuda y construye al precio de apropiárselo y saquearlo. Me contaron que la pesca, de la que viven centenares, está siendo afectada por las prácticas intensivas de los “amigos” asiáticos, que se lo llevan todo para su país, provocando que los productos marinos disminuyan y encarezcan. A Gambia he de volver. Me faltó, entre otras cosas, navegar el río hacia el este y conocer cómo se vive en las aldeas del interior. La experiencia africana poco tiene que ver con la europea o la americana, pero es enriquecedora y vale la pena vivirla.

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