Turquía (4): EL MEDITERRÁNEO

Adana, al sur, en las cercanías del Mar Mediterráneo, fue mi próximo punto de aterrizaje, luego de la partida de Esmirna. Aunque solo estuve un día -antes de trasladarme a la ciudad portuaria de Mersin, a poco más de 42 millas de distancia-, tuve la oportunidad de hacer excelentes amigos y de entrar por primera vez a una mezquita: la Sabanci Merkez Mosque, segunda más grande de Turquía, con seis minaretes como la famosa Mezquita del Sultán Ahmed, en Estambul, que también pude visitar. Sin zapatos, como es obligatorio, y con prohibición de hacer fotos en el interior, me sobrecogió el opresivo ambiente, así como la ampulosidad de su arquitectura: una gran cúpula decorada con motivos propios del arte islámico, y multitud de semi cúpulas, arcos y columnas. Un derroche de detalles que es imposible captar de un solo vistazo.
Mersin fue como un vaso de agua fresca, después del intenso calor de Adana. Las viejas ansias por conocer el Mediterráneo las postergué para la mañana siguiente, en tanto mi arribo fue de noche y con una sobredosis de agotamiento. Luego de un suculento desayuno, me sumergí en ese mar al que me siento ligado, como si en verdad hubiera nacido en sus orillas. Arena parda, oleaje suave, agua no profunda hasta el cuello. Recordé lecturas de historia antigua, la clásica canción de Serrat, poesía de otros y de todos los que como yo han amado y aman el Mediterráneo.
Esta ciudad es mucho más grande de lo que imaginaba y de lo que pude recorrer. Los amigos que allí conocí me prometieron un tour más amplio cuando regrese. No obstante, tuve tiempo para disfrutar en un par de restaurantes locales del exquisito Kebab Adana, un plato típico a base de carne de cordero asada, con vegetales y pan pita. ¡Para chuparse los dedos! A esa altura de mi viaje ya me había aficionado al té negro (sin azúcar) que ofrecen siempre, y al ayran, un tipo de yogurt natural no espeso, muy popular entre los turcos. Asimismo, me desvivía por un aderezo hecho con yogurt, frecuente en las mesas. Sin olvidar que en Adana degusté el mejor baklava que hasta ahora he comido.
Tarso o Tarsus, a menos de una hora de Mersin fue mi próximo lugar de visita en esa zona mediterránea. En dicha ciudad nació y vivió el Apóstol Pablo, también conocido como Saulo de Tarso. Un pozo y los cimientos de una casa en medio de un hermoso jardín, en las cercanías de una mezquita, en el centro histórico, recuerdan al insigne varón. Se dice que ese pudo ser su hogar. El pozo, que aún produce agua limpia y fresca, es tomado como señal de que provenía de una familia judía acomodada, la cual tenía los recursos necesarios para enviarlo a estudiar en Jerusalén, en la cátedra del mejor maestro de la época: Gamaliel. No lejos se encuentra una antigua iglesia que lleva el nombre de San Pablo, actualmente patrimonio de la ciudad y con categoría de museo.
La entrada principal de Tarso es, igualmente, muy simbólica. Allí está la Puerta de Cleopatra, de cara al mar que otrora estaba más cercano. La historia recoge que ese fue el punto de encuentro entre el general romano Marco Antonio y la legendaria reina egipcia, alrededor del 40 a.C, quienes primero se unieron en un pacto militar y posteriormente matrimonial. Actualmente la puerta es antecedida por una estatua ecuestre de Atatürk, venerado héroe nacional, fundador de la Turquía moderna, y cuyas estatuas e imágenes se multiplican por todo el país; tanto como las mezquitas, cuyos minaretes se destacan en incontable número en el paisaje turco, confirmación de cuál es la fe religiosa predominante.
La parte antigua de Tarso me recordó las ciudades coloniales hispanoamericanas: calles adoquinadas y estrechas, edificaciones del siglo XIX y principios del XX y aún anteriores a esas fechas, techumbres de tejas de barro rojo (este tipo de techo es típico de Turquía), patios interiores, pequeñas plazas que brindan un descanso al caminante. Inequívocamente existe una conexión cultural entre el Mediterráneo y Latinoamérica, somos deudores de tradiciones allende los mares.
(Continuará)

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