Muchas cosas había vivido Abraham a lo largo de sus cien años de vida. Sus ojos habían escudriñado minuciosamente el mundo y sus pies recorrido miles de millas a lo largo de la tierra conocida entonces. Pero de todo lo más impactante, quizá, fue procrear un hijo con su también centenaria esposa Sara, quien lo acompañaba desde la juventud. Ya ninguno de los dos esperaba que la matriz de la mujer fuera abierta cuando nació Isaac, ese muchacho que encontró a sus padres en la última etapa de sus existencias, y, no obstante, vigorosos y con capacidad de emoción por la inocencia de su sonrisa. A lo mejor ambos ancianos creyeron que con el nacimiento del chico había llegado la añorada tranquilidad hogareña. La Biblia no lo consigna; sin embargo, tal vez ellos pensaron que a partir de ese momento todo se resumiría en ver crecer al vástago hasta convertirse en un hombre de bien y nada más. A fin de cuentas, el camino andado hasta ese momento era suficiente para que el “Padre de multitudes” r...
(PROVERBIOS 4:23)