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Señales, alarma… ¡celebración!


Su primera habitación fue el establo de un bullicioso mesón, y Su primera cuna el pesebre donde comían los animales. El Rey de reyes y Señor de señores vino al mundo como el más pobre de los hombres. Sin embargo, Su nacimiento estuvo acompañado por señales en el cielo, alarma en Jerusalén, y celebración en Belén.
La Palabra da testimonio de que una estrella nunca antes vista, brilló sobre el cielo de Belén, y atrajo la atención de los que observaban en espera de una señal. Guiados por la inusual luz, magos del oriente llegaron a Jerusalén indagando por el Rey de los judíos, y alarmaron al rey Herodes, quien sintió temblar las columnas de su reino: he ahí “la simiente de la mujer” que le aplastaría la cabeza.
Pero en Belén había una fiesta especial. Más allá del ruido del mesón y de las calles, por la multitud llegada de todas partes de Israel para ser censada, unos pastores de ovejas, en las afueras de la ciudad, fueron avisados por un ángel, y asistieron a la alabanza entonada por una multitud de las huestes celestiales, que movida por el acontecimiento glorificaba a Dios en las alturas y bendecía a los hombres en la tierra.
¡Había nacido el Hijo de Dios, el Salvador, el Mesías! A partir de entonces nada volvería a ser igual. La Luz vino para disipar las tinieblas, el reino de maldad sufre un cataclismo definitivo, y la celebración por Jesucristo es eterna, pues a pesar de haber nacido entre los judíos, murió para salvar a toda la humanidad.

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