Reconocer la voz de Dios

Muchas cosas había vivido Abraham a lo largo de sus cien años de vida. Sus ojos habían escudriñado minuciosamente el mundo y sus pies recorrido miles de millas a lo largo de la tierra conocida entonces. Pero de todo lo más impactante, quizá, fue procrear un hijo con su también centenaria esposa Sara, quien lo acompañaba desde la juventud. Ya ninguno de los dos esperaba que la matriz de la mujer fuera abierta cuando nació Isaac, ese muchacho que encontró a sus padres en la última etapa de sus existencias, y, no obstante, vigorosos y con capacidad de emoción por la inocencia de su sonrisa. A lo mejor ambos ancianos creyeron que con el nacimiento del chico había llegado la añorada tranquilidad hogareña. La Biblia no lo consigna; sin embargo, tal vez ellos pensaron que a partir de ese momento todo se resumiría en ver crecer al vástago hasta convertirse en un hombre de bien y nada más. A fin de cuentas, el camino andado hasta ese momento era suficiente para que el “Padre de multitudes” recibiera también el apelativo de “Padre de la fe”. Los planes de Dios, por el contrario, eran otros: Abraham todavía tenía que demostrar la autenticidad de su fe y de ese modo marcar para la eternidad las generaciones que prefiguradas en Isaac salieron de sus lomos. Las Escrituras están llenas de situaciones dramáticas, a pesar de que la mayoría de las veces no somos capaces de notarlo por nuestras metódicas e insulsas lecturas. Mas, me atrevo a asegurar que ningún pasaje tiene mayor contenido emotivo que aquellos dos, conectados entre sí, en que como un cordero de sacrificio el Hijo es llevado al altar por el Padre. Alrededor de dos mil años antes de la muerte de Jesucristo en la cruz del Calvario, Abraham e Isaac vivieron en carne propia la intensa batalla espiritual librada en los cielos y la tierra, cuyo fin primordial era redimir a la raza humana del pecado y abrirle la puerta de acceso a la eternidad. El capítulo 22 de Génesis amerita una lectura detenida, reflexiva, reverente. En apenas 18 versículos el Espíritu Santo revela la profundidad y grandeza del pensamiento divino. Más allá de una impactante historia de un padre y un hijo obedientes, sumisos, íntegros y todo lo que se quiera agregar en elogio de Abraham e Isaac, se trata de una abierta exposición del amor del Altísimo por nosotros. Pero, definitivamente, este hecho no hubiese tenido lugar sin ese hombre cuyo oído estaba adiestrado para escuchar la voz de Dios. Si lográramos un análisis de la curva dramática de los más de 10 capítulos que Génesis dedica a Abraham, podríamos concluir que el punto máximo lo alcanza, precisamente, el pasaje donde el amigo de Jehová lleva a su hijo al Monte Moriah. Podríamos entender, entonces, que todo lo narrado acerca de él, con anterioridad, tiene un propósito primordial: mostrarnos el proceso de preparación para ese momento cumbre. Proceso que es también el seguido en la maduración de su trato con el Señor. A veces nos preguntamos cómo Abraham pudo asegurarse que quien le estaba pidiendo al vástago de la promesa en sacrificio, era el mismo que se lo había dado. ¿No era acaso un sinsentido haberlo ilusionado en su vejez avanzada con un hijo al que tal vez ya no aspiraba, para luego arrebatárselo siendo aquel apenas un adolescente? ¿Por qué derramar la sangre de Isaac, si el anciano podía ofrecerle con gusto los corderos limpios y sanos que desease? Cuántas interrogantes que apuntan a la rebeldía, en la mente de alguien que no está acostumbrado a escuchar la voz de Dios y a platicar con El hasta el punto de influir en Sus decisiones. A pesar de que la petición divina escapaba al entendimiento humano, la Biblia no consigna la mínima duda de parte de Abraham a la hora de obedecer. El simplemente hizo los preparativos para el viaje, tomó camino junto a su comitiva, y cuando curioso y escéptico Isaac le preguntó, respondió con la ternura del padre enfrentado a una situación extrema y con la sabiduría que emana de la fe auténtica en quien lo había enviado: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío”. El Señor sabia con quien trataba. Tantos años de entrenamiento no habían sido en vano. Atrás había quedado aquella historia de Egipto, cuando pudo más la picaresca para conservar la vida, que el celo por la esposa y que la esperanza de una intervención de quien lo había mandado a salir de su casa y parentela. Incluso, ya había sido zanjado el caos hogareño creado con el nacimiento de Ismael y las fallidas relaciones entre Sara y Agar. Dios sabia quien era Abraham, conocía su corazón, tenía la certeza de que podía pedirle lo más preciado de su vida. Por su parte, el hombre reconocía el timbre de la voz divina con facilidad. No podía haber equivoco al cabo de tantos años de relación fructífera. Si había sido capaz de identificarla y obedecerla cuando habitaba en Ur de los Caldeos, cuanto más en ese tiempo en que eran usuales sus conversaciones, al extremo de sentirse el Señor en la obligación de descubrirle Sus planes para con Sodoma y Gomorra, actitud propia de amigos entrañables. No había error, era Jehová quien le decía: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”. El de Abraham no es el único caso de un escogido que sabe identificar la voz de Dios. Las Escrituras están llenas de ejemplos, como el de Moisés, Samuel, David, los profetas. Pero todos, a pesar de vivir en épocas diferentes y tener roles disímiles en el plan divino, poseen un denominador común: la fe cimentada y edificada en una relación íntima con el Señor. El mismo Jesucristo sostuvo Su ministerio terrenal sobre esa base. Sus enseñanzas, señales y milagros tenían lugar después de largas noches de oración intensa y desgarrada. De ahí que nunca hiciese nada fuera de la expresa voluntad del Padre: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe Su obra”, dijo a Sus discípulos. Con toda confianza y autoridad, Jesús expresó Su unidad con el Padre, y al declararse como El Buen Pastor, aseguró: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”. De modo que el único modo de seguir y darnos a conocer con el que nos guía, es oyendo Su voz. ¿Y cómo vamos a oír y obedecer a nuestro Señor, sino es en una vida de plena comunión con Él? He ahí el secreto de Abraham y de los demás hombres de Dios, quienes dejaron de ser personas comunes cuando aprendieron a identificar la voz del que los llamó.

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