Lector de tabaquería


Fui de los niños que antes de aprender a leer daba cañonas para que le leyeran cuentos infantiles, y luego de aprenderlos los repetía como si estuviese leyéndolos, incluso con el libro al revés. Eso no lo recuerdo, repito lo que me contaron una y otra vez a lo largo de la vida. La afición sin dudas la tomé de mi padre, gran autodidacto, a quien debo haber visto leer y escribir desde que abrí los ojos por primera vez, y de quien siempre admiré su cultura, memoria y capacidad para filosofar y hablar de hechos de la historia antigua y universal con la precisión del investigador.
De modo que crecí entre libros, periódicos y revistas. En mi casa no había tantos, apenas un pequeño estante de madera, pintado de negro, que todavía existe. Pero era lo que me atraía. Recuerdo a Antolín y Graciela, unos ancianos vecinos de la casa donde viví hasta los 11 años, quienes eran lectores empedernidos y tenían muchos volúmenes. Mi sueño era acceder a su biblioteca y heredarla. Al final no supe el destino que corrió su tesoro: él murió y tiempo después ella vino a vivir a los Estados Unidos con el hijo mayor. Imagino que todo pasó a manos de sus nietos que tal vez nunca supieron valorar aquella literatura y la dejaron morir en cajas de cartón a merced de las polillas y cucarachas.
De esa colección salió la primera novela de Ernest Hemingway que leí: “Por quién doblan las campanas”. Posiblemente haya sido de la edición inaugural de esta obra en Cuba, que me enamoró de una vez y por siempre de la creación del norteamericano duro y aventurero, mi escritor favorito por largo tiempo. No tengo idea cómo logré el préstamo, solo que no les devolví el libro. Con razón eran tan recelosos.
Pero la primerísima novela que me leí fue “Petrovka 38”, un policiaco del ruso Yulian Semyonov, cuya trama olvidé. Coincidentemente, pues no es mi hábito, también fue un préstamo que nunca regresé al dueño original. El afectado en este caso resultó mi excelente maestro de sexto grado, Carlos Reyes, quien además perdió en mis manos “Joy”, de Daniel Chavarría.
Estos hechos me dejaron sin su amistad. Y no porque me reclamara o fuera un acto deliberado suyo el interrumpir nuestros intercambios luego de haber terminado nuestra relación maestro-alumno, sino porque me avergonzaba tanto que evitaba saludarlo cuando lo veía en la calle. Con la ventaja de que nuestros encuentros eran muy pocos: me bequé en cuanto terminé la primaria y desde entonces apenas permanecí en el pueblo hasta después de haberme graduado en la universidad.
Quizá por mis inicios en las grandes ligas de la lectura con novelas policiacas, pasé casi toda mi adolescencia codo a codo con Hércules Poirot, Sherlock Holmes y su ayudante el doctor Watson, además de los otros personajes de Agatha Christie, Arthur Conan Doyle y muchos más autores del género. Fue, precisamente, Hemingway quien al final del pre-universitario me sacó de ese círculo, para adentrarme entonces en la narrativa norteamericana que tanto me impactó.
La época universitaria fue especialmente rica en mi relación con la literatura. Uf, leí hasta la saciedad. Disfruté palabra a palabra no puedo contabilizar qué cantidad de autores y de libros. No solo los incluidos en mis clases de Literatura, sino los que adquiría en las librerías, mis sitios favoritos de Santiago de Cuba, donde estudiaba. Entonces todavía los precios eran irrisorios, al punto que mi precaria economía me permitía invertir con facilidad en mi afición.
No puedo olvidar la influencia de mi profesor de Literatura Latinoamericana, Osmar Álvarez, el mejor de todos los que se pararon delante de mí en las aulas de la Universidad de Oriente. Para salvar mi honra, le devolví “Pantaleón y las visitadoras”, segunda novela de Vargas Llosa que tuve el gusto de leer, la primera fue “La ciudad y los perros”. No solo me trasmitió pasión por su asignatura, algo garantizado de antemano, además me sembró una inagotable sed por las letras de nuestros países, en las cuales no había incursionado lo suficiente hasta ese momento.
Poco después de iniciarme como profesional, fue que quise convertirme en lector de tabaquería. Ahora siento que quedé en deuda con esas personas cuyo oficio es leer mientras los tabaqueros confeccionan puros. Durante los 12 años que ejercí el periodismo en la ciudad de Bayamo, primero en la radio y luego en el periódico, nunca tuve la iniciativa de publicar algún trabajo sobre ellos, aun cuando me sentí muy impresionado al descubrir su existencia.
Creía que era una ocupación enclaustrada en los anales decimonónicos y de principios del siglo XX. Error del que debo haber salido alguno de esos días en que caminaba por la acera de la fábrica aledaña al Retablo de los Héroes, conocido monumento bayamés. Alguien me comentó después que en las mañanas los lectores leían para los tabaqueros la prensa nacional y local, y más tarde alguna obra literaria. Y que cuando algo gustaba a los oyentes, estos lo demostraban haciendo sonar sus chavetas contra las mesas de trabajo.
Se me ocurre que esa hubiera sido mi cumbre como lector y comunicador. Sobre todo me hubiera gustado leerles la Biblia. ¡Cuántas almas transformadas al escuchar las maravillosas historias del Antiguo Testamento! ¡Cuántas vidas salvadas y sanadas al conocer el glorioso caminar de Jesucristo en la tierra! ¡Cuántas veces las chavetas sonando en alabanza al Altísimo! Considero la Escritura el pináculo de mis lecturas. Después de haberme convertido al cristianismo, a los 30, muy poca literatura secular he consumido, me he desfasado de las novedades y aun de los clásicos. Pero ¡gloria a Dios!, porque me he acercado a Él.

Comentarios

  1. Te recuerdo siempre leyendo en una de las mesas de concreto del Parquecito del Ajedrez en Santiago. Tambien la avidez con que leias lo no publicado en Cuba. Creo que si, hubieras sido un excelente Lector de Tabaqueria.

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